domingo, 18 de marzo de 2007

La guerra santa.

La idea principal, o sea, la estrategia más definitiva, según las conversaciones del alto mando, era detener el ataque enemigo lo antes posible, porque acorde a las órdenes de los superiores aquel acto (el de vencer al adversario) era el objetivo prioritario. Eso nos daba a entender que no había plan alguno preparado para enfrentar a las fuerzas contrarias. Mi patrulla se encontraba ansiosa; todos creían que morirían tirados en el fango, como un detestable pedazo de excremento. Cálmense, estaremos bien. Pero no podía dejar de jugar con el mango de mi espada, cavando con la punta lo que creí en un instante sería mi tumba. Por los parlantes escuchamos la voz del General Dirigente diciendo que la victoria dependía de nuestro esfuerzo y nuestra voluntad por la raza, nuestra raza, soldados, que forjó un imperio y ahora es invadido por insolentes extranjeros y... Las bombas se encargaban de no permitir que oyésemos las palabras de ese carnicero, que nos enviaba, sin vergüenza, al exterminio por proteger a sus semejantes. Quién protege a su familia de la muerte, sacrificándola? No saben que sólo luchan por poseer aire y tierra, la luz del sol; creen en los reinos, pero qué son los reinos sin súbditos? La neblina que rodeaba las praderas se fue haciendo más densa. Con esfuerzo lograba ver a los componentes de mi patrulla. Todos quietos y tranquilos! Una bomba dio justo a unos metros más adelante. Alguien en la patrulla gritó horrorizado. Tuve que gritar que se echaran al suelo, cuidando de no enterrarse la espada en el abdomen por un acto demasiado precipitado. Me tiré entre el pasto y escuché que dos elementos de la patrulla gemían de dolor. ¡Idiotas! ¡Malditos idiotas! ¡Que sirva de lección al resto! Claro que pensé que no habían cometido una estupidez. Se habían suicidado, hartos de esperar la muerte, se dieron muerte ellos. Con sus propias manos. Y esa muerte fue más atractiva que la espera. El miedo, desvanecer el miedo del cuerpo con el filo de la espada. De nuevo escuchamos la voz del General Dirigente. ¡Adelante, adelante, id y luchad! Dejemos que nos maten. Patrulla, adelante! Yo me levanté de un salto y corrí alzando mi espada, gritando para no llorar de temor. Unos cientos de pasos más adelante me di cuenta que nadie me acompañaba. Me encontraba solo, en el más completo silencio, prisionero de unas densas murallas blanquecinas que se movían lentamente a mi alrededor. Giré desesperado mirando en todas las direcciones, sin atisbar ninguna reconocible. Mis ojos se encontraban igual de ciegos que mis oidos. Un inválido ante la muerte, un despojado, un inválido que jamás sabrá por donde la muerte le rebanó el cuello. Tropezó con algo. En el suelo, junto a él, yacía uno de los suyos, con un profundo corte en el rostro. La sangre rodeaba su cabeza como un oscuro almohadón. Un fuerte instinto lo impulsó a levantarse; merodeaba ya la muerte entre la niebla. Debía ser precavido. ¡Soldados! Gritó una voz. El General Dirigente ocupaba por entero sus oidos y para él fue un fastidio, uno de esos pensamientos que se vuelven recurrentes e insoportables. ¡Ataquen a discreción! ¡Debemos salvar la raza! Las bombas comenzaron a caer nuevamente. Por ambos lados sintió a sus compañeros correr jadeantes a través de la nada para luchar contra alguien que no era seguro estuviera justo delante. Pero gritaban, asustados, indecisos, ¡salvemos la raza!; aunque ninguno tenía creencias en aquel momento. Sólo miedo. Vergüenza. Asco de cargar con una espada y pensar que se nació únicamente para ser carne de cañon; un títere de puntería. Se sentó sobre el húmedo herbaje y espero que algún enemigo le hiciera frente. Las bombas explotaban por doquier. Siempre delante. Qué extraño, pensó. Pareciera que sólo nuestros cañones son capaces de disparar. Sonó el último estallido. Y fue silencio nuevamente. Apoyándose en su espada, se levantó, determinado a luchar, aunque fuera a ciegas. Con la mano izquierda alzó su espada y comenzó a correr. Un trote cuidadoso al principio. Luego fue una carrera rápida, acompañada de un grito (él gritaba a pesar de no percibir ningún sonido), y fue cortando la neblina, con agitada ira, impaciente de dar muerte a quién lo acechaba. Pronto divisó con esfuerzo a su primer enemigo. Sin pensarlo dos veces se lanzó tras él y reuniendo todas sus fuerzas lanzó un golpe con el filo de su espada directo a su cuello. Ruido de huesos y dolor. Y más silencio. Fatigado fue en busca de la cabeza. La tomó del cabello. La cara estaba salpicada de sangre. Los ojos, abiertos. Dios mío. Estoy sosteniendo la cabeza de un hombre muerto. He asesinado, libre de pecado, sólo por salvar a mi raza. Dejó caer la cabeza del General Dirigente, soltó la espada y se perdió en la niebla, densa, ciega, impenetrable.

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