miércoles, 4 de abril de 2007

De género.

Cuando definitivamente accedió a cruzar unas palabras conmigo el encuentro se llevó a cabo en un bar sucio, de baja calaña, llamado "Sapo's", un sitio que hasta las putas rehusaban frecuentar para evitar encontrarse con esos grupos de amigos borrachos que terminaban violándolas en el callejón oscuro junto a la salida.
-Diez mil ahora y diez mil después -dijo sin levantar la voz, tuve que leer sus labios para captar qué me estaba diciendo. Maldito trabajo. Hace quince años que lo vengo odiando. Debería renunciar. Sí, claro. Todas las mañanas digo lo mismo...
-¡¿Cómo sé que no me vas a estafar?! -le grité en la oreja, escupiendo incluso, esperando que prestara más atención al negocio que estábamos cerrando. Son todos iguales. Inferiores. Más animal que humano. Aun así, creo que odio mi trabajo aunque ayude a erradicar a esta raza de cucarachas criminales disfrazadas de hombre. Se giró para mirarme mientras se secaba con la manga de su chaqueta de cuero la mejilla. Al fin el hijo de perra iba a ser un poco más "profesional".
Quince años odiando el trabajo. Veinte atrapando los ácaros que consumen a la sociedad.
Dos segundos para que sacara su pistola, la apretara en mi frente, y disparara sin al menos despedirse.
Esos son mis últimos recuerdos.

domingo, 25 de marzo de 2007

Voces.

Artist/Band: Cash Johnny
Lyrics for Song: Dirty Old Egg-Suckin' Dog
Lyrics for Album: At Folsom Prison

Well he's not very handsome to look at
Oh he's shaggy and he eats like a hog
And he's always killin' my chickens
That dirty old egg-suckin' dog

Egg-suckin' dog
I'm gonna stomp your head in the ground
If you don't stay out of my hen house
You dirty old egg-suckin' hound

Now if he don't stop eatin' my eggs up
Though I'm not a real bad guy
I'm gonna get my riffle and send him
To that great chicken house in the sky

Egg-suckin' dog
Your always hangin' around
But you'd better stay out of my hen house
You dirty old egg-suckin' hound

jueves, 22 de marzo de 2007

Vicios.

Once de la mañana. O doce y media de la noche. Cualquier momento presente es inequívocamente placentero si se puede ir al cine, caminar en busca de algún asiento, la sala iluminada por tenues luces, la pantalla en blanco, en blanco, la nada: asistir al cine es presenciar la creación de un universo. Y entonces se enciende el proyector; imágenes gigantes suspendidas en el espacio en que antes estaba la pantalla. Abrimos los ojos. Muestran dos o tres comerciales menores. Luego: la película. La conciencia se expande y la imaginación se traga los colores, formas, diálogos, personajes del relato con una avidez poco frecuente. Nos liberamos del peso del cuerpo y dejamos que la vida sea, por un ínfimo tiempo, la película. Observamos de lejos, como dioses con el poder de ser invisibles, intrusos indetectables dentro del nuevo cosmos que exploramos. Dos de los sentidos se apoderan de los tres restantes. Once de la mañana. O doce y media de la noche. Ir al cine siempre será grandioso.


lunes, 19 de marzo de 2007

Gente del Mundo.

-Te estás ahogando en un vaso de agua.
Se miraron largamente en silencio. El deprimido amigo entonces soltó una carcajada.
-Dime... ¿Acaso crees que quepo en un vaso de agua como para ahogarme?
Miradas.
-No.
-Entonces no te refieras a cosas imposibles.


Ciudad (capital): Alkatán.
País: Borigistán.
Conversación registrada en el "Hard Alkatán Café" ubicado en el centro de la ciudad.

domingo, 18 de marzo de 2007

El instante previo.

INT. AUTO - ATARDECER

El Captor en los asientos traseros apunta al conductor en la nuca con un revólver de grueso calibre. El Raptado tiene los brazos apoyados en el volante, va nervioso y sudado.

El auto está detenido.

captor
Puta la huea,
(pausa)
cómo mierda me dices eso ahora.

raptado
No recuerdo que fuera mi idea robar este auto.

captor
(suspira)
Qué huea más grande... ¿Y qué mierda hago? ¿Ah?

raptado
Ser un poco más profesional.

Captor
(le pega un culatazo a Raptado)
Hey, hey, respeto, mira que mi revólver tiene personalidad propia y el gatillo se aprieta solo.

raptado
Hazlo aquí.

captor
¿Aquí? ¿Cuál es tu apuro?

raptado
Ninguno en realidad. Morir no es algo que me asuste.

captor
Y conducir no es algo que te entusiasme, ¿ah? Viajo tres mil kilómetros para matarte y me topo con un marica que le tiene miedo a los autos.

raptado
Pero no a la muerte.

captor
La muerte no es el problema, es el instante previo, el dolor.

raptado
Lo que tú digas.
(impaciente)
¿Qué hacemos? ¿Me disparas aquí, esperamos un taxi y nos vamos al pantano? Qué. Si quieres nos vamos caminando conversando.

captor
(otro culatazo)
Cállate. Eres peor que las monjas del reformatorio. Ya se me va a ocurrir cómo tenerte bajo tres metros de tierra en menos de una hora.

raptado
Eso si te decides luego.

captor
¡Mierda! ¡Silencio! Estoy pensando.

raptado
¿Y si lo dejamos para otro día?

captor
Buena. Se te ocurre. La idea de matar gente es quitarles el tiempo, no "dejarlo para otro día".
(piensa)
Ya, lo tengo, tengo la solución.

raptado
Menos mal. Esto se me hacía aburrido. Y bueno, ¿cuál es la solución?

captor
Enciende el auto.

raptado
¿Ah?

captor
Dale. Préndelo. Junta los cables abajo.

raptado
¿Dónde? ¿Aquí?

captor
No, no... esos dos... ese no... el otro....

raptado
No entiendo nada. No suelo robar. Menos robar autos.

captor
A ver, bájate.

I/E. AUTO/CALLE - ATARDECER

Se bajan.

Captor
Veamos...

El Captor se agacha a mirar los cables, deja el arma junto a él en el suelo. El Raptado la mira de reojo. El Captor gruñe y se agacha más, pateando sin querer el revólver. El arma se desliza, quedando a un metro del Captor y el Raptado. El Raptado fija los ojos en el revólver, lentamente abre sus manos. El Captor se levanta lentamente, mirando su revólver, luego al Raptado.

Silencio.

Luego, ambos saltan al mismo tiempo.

CORTE A NEGRO.

Lunes.

Cuando leí El Gran Meaulnes caí en la cuenta que la vida puede ser una breve fantasía de intensos amores, aventuras prohibidas, castillos ocultos. Fuera de este mundo existe otro mundo, el mío, el que jamás tendrá pasaporte terrestre, mi planeta elíptico detrás de las cortinas del universo.

Comienzo la semana sintiendo que cargo sobre mis espaldas el infortunio de los hombres que nacieron y murieron antes que yo, aquellas tristes almas que intuían que el mundo se construía sobre mierda y paredes de hielo. ¿Qué soy? ¿Un rebelde oculto? ¿Un idiota que imita la voz de los otros y oculta con pericia la lágrima arrebatada de mis ojos por la daga del arte, el arte del cine, el arte del amor, las mujeres, el aire y una vieja vagabunda?

Lo que pasa es que soy un castillo asediado cuyo ejército escapó por la puerta trasera, no por cobardía, sino por sobrevivencia. Mara, la mujer que amo, era la única guerrera construida en piedra capaz de esperar eternamente la apertura de mi reino. Y no pude. Y no quise. Siendo rey de mis tierras, hombre de ciencias, poeta, escritor, no fui capaz de enseñar las habitaciones que guardaban mis maravillas, los tesoros del corazón.

Pero el corazón es un músculo inmune al dolor y los sentidos.

Llego a la oficina. El jefe aguarda, los dientes afilados, el terror del cancerbero. 9:01 am. Yo, héroe, antihéroe, urbano superhéroe sin poderes, constructor de pirámides, remero esclavo de barcos romanos... llego tarde a la pega y me invita el jefe a su despacho. La cárcel del carcelero.

-Tarde, como siempre.

-¿Verdad?

-No se haga el idiota, Alonso.

-¿Estoy despedido?

-Por supuesto.

-Entonces le pido mi adelanto.

-¿Qué adelanto?

-Por las horas extras. No sea negrero.

Los guardias de seguridad amablemente me sacaron. Luis, el más flacucho de los dos me convidó un cigarro. Estaba preocupado por su polola. La había dejado embarazada, no tenían cómo pagar los gastos de una guagua. Los padres de ella si se enteraban armarían la casa de putas. Yo miro a Luis y tiro lejos el cigarro, que cae entre los zapatos de un cartero.

-Mira, Luis –el tono de mi voz era profético-, lo que debes hacer, ahora, ya, sin pensarlo, es agarrar tus pilchas y partir a Bolivia.

Nunca más supe de él.

11:08 am. En el bar de Don René conseguí me fiaran unos cuántos shops. Estoy ebrio en cerveza. Patético. Que no se me olvide comprar migranol camino a casa. El dolor de cabeza más fatal es aquél que no está previsto.

Pensamientos en Desórbita.

Me cuentan, en la noche, cobijados entre ellos y sobre lechos de hojas, qué ocurre cuando una gota de lluvia se desliza por el tronco del Gran Árbol. Imperios; batallas; creación de mundos; muerte de reyes y esclavos; el tiempo del universo es del largo de un tronco.

Me cuentan, con los ojos bien abiertos, de donde proviene el mal y lo efímero de lo puro, lo débil de lo cálido, y la inexistencia del bien. El bien sólo es una acción, no existe como esencia.

Pero no es eso lo que yo les he preguntado. No me interesa su retórica. Sólo quiero saber cómo he llegado aquí. Y ahora no hablan. Me miran quietos, silentes, con una absurda sonrisa...

- 1,2,3. Despierte.

Abre los ojos. Ha terminado la hipnósis. No puedes. No quieres irte sin saber cómo habías llegado a semejante lugar, conversando con pequeñas misteriosas criaturas.

**

Que extraña criatura es el hombre. Me pongo a pensar en ellos cuando camino por la calle y veo esos inexpresivos rostros que alguna vez rien, y lloran todo el tiempo. El hombre es todos los hombres. Si eso es realmente cierto, podría explicarme a mí (y al psiquiatra) por qué siento esta miseria. It´s full of stars... me viene a la mente esa frase. El hombre es todos los hombres y sufre la eterna soledad de quien vaga por el universo montado en un planeta. Solo. Abandonado. Fingiendo enfermedades; alucinando cálidos amores. No tiene cuerpo, pues no existe nadie que lo vea; no posee alma, pues es la primera y última semilla de su especie, y no hay mano divina que la plante. Como digo. Estamos solos. Marionetas sin hilo: ausentes de voluntad o la férrea voluntad de no hacer nada. Sálvenme ahora, dioses paganos, del maldito cobrador automático. Llevo cinco minutos depositando una y otra vez las monedas. Deja de pensar. ¿Y dónde está el vuelto?

**

La cabeza, la maldita cabeza me va a explotar, saturada como está de infecciosas ideas. Es como si hubiera un incendio en mi cabeza y los atolondrados pensamientos buscaran huir por una puerta de emergencia que se abre hacia adentro. “Es imposible escapar” gritan mientras sus etéreos cuerpos crepitan bajo las llamas de la locura. Me estoy volviendo loco. Y nadie lo sabe. O todos lo esperan. El momento exacto en que las huestes del General Orate invadan mi último refugio: las palabras, las palabras, las palabras... Aquí estoy, engendros, con los puños descubiertos; no voy a permitir que me llenen la cabeza con el mundo. Primero lo parto (como un huevo), tomo su centro y dejo que corra por mis palmas la esencia de la tierra y lo humano; después, arrojo los vestigios directo a una de las esquinas del universo esperando que florezca (como una magnífica semilla) un nuevo mundo. Un mundo de silencio. Un mundo cálido. Un mundo que nadie nunca pueda explorar y apropiarse sin derechos de el. Yo tampoco quiero conocer ese mundo; sólo desearía saber que existe, que respira, que es plácido y nadie, nunca, dejará una huella “pequeña para un hombre, pero inmensa para la humanidad”. Sin mapas. Sin cartografías idealistas superfluas. Cielo y tierra. Y vida. Silencio.

**

Me he convertido en un monstruo.

- Sabe, me he convertido en un monstruo.

- Ya.

- Hay noches en que me desenmascaro y todos mis rostros caen al suelo, y entonces...

- ¿Entonces?

- Soy yo mismo.

Un monstruo; un horrible ser de oscura sombra. Hay noches en que me desenmascaro y mis rostros caen al piso; y mis virtudes son la sangre que rodea a mis rostros. Lívido, pienso en no moverme, en guardar silencio, en no pensar; pero pienso. Por toda la superficie de mi piel palpitan los temores, supura el odio; odio a mi mismo, odio al existir. Quiera Dios que nadie pueda verme una noche en que mis rostros caigan al suelo.

**

No creo en los grandes hombres. O quizás deba decir: todo lo que ha erigido las manos de la historia son pequeños acontecimientos inconclusos. Un hombre cruza el mar y se topa con una isla. Y consigo trae las pestes y la locura. Luego muere con honores.

Frente a mí desfilan las obras escritas por los mayores pensadores. ¡Cuánta ciencia y filosofía! Y sin embargo, todos los libros en la última página terminan con la misma palabra: continuará. Se inventa la rueda, pero no existe el tornillo para hacerla girar. Se inventa el tornillo. La rueda crece, el antiguo tornillo no calza. ¿Se agranda el tornillo, se reduce el tamaño de la rueda, se crea algo nuevo?

Cada cierto tiempo nace un hombre con el destino forjado por las lineales andanzas de la “civilización”. Esperemos. Quizás pronto alguien nos traiga el borroso recuerdo de un paraíso en alguna tierra imaginada por los sueños.

**

-¿Cómo dicen ustedes infinidad? – les pregunto bajo las primeras gotas de una lluvia matutina.

- Árbol que crece y deja semillas.

El sol al despuntar es tibio. El cielo es un gélido mar de vientos que deshiela. La pureza lava la mirada de toda pesadilla. Es un fresco pensamiento el habla de estas criaturas.

**

Secreto.

Me vino la idea una noche de invierno, sentado frente a ella en la cocina. La lluvia reventaba en las ventanas y entre las gotas el viento era un aullido; la idea había emergido como una tormenta. Ella sentada frente a mí, hablando con voz cansina; sus manos como estriada tierra seca; el escaso cabello cano; el bastón en la mano izquierda. Y no pude dejar de sentirme contento. Mi abuela era una pequeña mujer la cual recuerdo exactamente igual desde que era niño. Una abuela congelada en el tiempo, cosa que no creo sea extraña para la mayoría. Esa noche estuve contento por ella.

A los nueve años ningún adulto va a creer en las verdades que tú les cuentes, aunque las anotes, en secreto, en cuadrados de papel blanco que caben en tu palma de niño. Todo lo que veías; lo que sentías al estar rodeado de gente el día que la abuela celebraba su santo; ideas, ingenuas y propias, acerca del mundo. A los nueve años eres una personita, no un hombre aún. Es decir, conciencia cero acerca de lo que ocurre ante tus ojos. Eres un niño, dicen, y lo alaban con un corto sacudir en tu pelo. A mamá le conté mi idea. Sonreía encantada de mi gran imaginación. Pero si es verdad. Mamá siempre sonreía cuando yo le contaba lo que pensaba. Cuando supo la verdad, sonrío cada vez menos. Y después murió.

La abuela ponía seria expresión cuando uno le contaba algo. Apoyada en el bastón, la mirada detrás de gruesos cristales, jugaba con la placa de dientes y escuchaba atentamente. Le conté que un grupo de jóvenes del curso superior me molestaban a la salida. Algo atraía su violencia hacia mí. No sé por qué les caía mal. O quizás eran simplemente unos malvados seres humanos. Tienes que olvidar el dolor. La abuela comenzaba sus sentencias con una frase. Si sientes dolor, entonces ellos también pueden sentirlo. Si alguien te patea, pateas de vuelta. No tienes que ser el único que sienta dolor. Mi hermano mayor creía que la abuela estaba mal de la cabeza. Loca. Como yo sabía la verdad no tenía porque desconfiar de sus consejos. Al día siguiente, después de la hora de química, salí decidido a enfrentarme a mis agresores. En la mano derecha llevaba una caja con tubos de ensayo y un matraz. Al primer insulto levanté la caja y azoté la sien derecha del agresor. Cayó de lado, sobre la tierra, manchando de sangre unas amarillentas hojas. Los otros escaparon. A mí me expulsaron del colegio. El agredido se recuperó a la semana y después de un año se graduó con honores. Pero una fea cicatriz le sigue y le grita al oido: tú también sientes dolor.

El crimen cercano.

Me gustaría dejar en este documento mis dos nombres y los apellidos que mis padres me otorgaron, pero el relato que en estas horas de insomnio he decidido transcribir es simplemente grotesco. No dejaría en la ruina del desprecio y del olvido el nombre de mi familia. Lo que descubrí esa noche fue nada más que una indeseable casualidad. Un suceso de aquellos que ocurren una sola vez en la vida y nos parecen un juego macabro de dioses desconocidos. El anciano se sentó delante de mí, en la mesa de un bar cualquiera, una noche de torrentosa lluvia. Ahí comenzó todo. La historia que trataré de contar con la mayor precisión posible en sus detalles es un secreto, un maligno secreto, que en todos estos años he tratado de callar. Pero es hora de librarme del misterio y que otros lo conozcan. Yo no puedo continuar solo con la carga de tanto horrendo.

Algunos hombres tristes dirán que la vida es una miseria y que el mundo es la miseria de lo vivo. En tiempos que no recuerdo yo pensaba parecido, resignándome al aburrimiento de la existencia. Pero, claro, tenía yo en esos tiempos no más de veinte años y una fortuna heredada que no podría haber derrochado aunque hubiera sido ese mi propósito. Como joven adinerado y libre mis festejos se prolongaban por días, buscando como un fantasma, un ser vacío, el amor en los burdeles y la amistad en los bares. De éstos fui expulsado más de una vez en forma violenta por mi ánimo pendenciero bajo los efectos del alcohol. Salía ya por la puerta principal de un bar empujado por dos fuertes empleados del lugar, cuando bajo la lluvia distinguí la figura de un elegante anciano que impidió mi caída al suelo luego del último empellón de los guardias. El anciano estaba empapado. Era el anciano que sembró en mi mente el terror con cada palabra de nuestra charla en la mesa de aquel bar. Me sostenía con inusitada fuerza a pesar de su avanzada edad. Los hombres que me arrojaron se refirieron al anciano como un pordiosero y regresaron al interior riendo sarcásticamente. El anciano apretó por un instante mi brazo mientras veía alejarse a los guardias y sentí un dolor semejante a cien agudas agujas. Me levantó y vi en sus ojos la ira. En mi estado de ebriedad cometí el peor de los errores que puede cometerse frente a un hombre ofendido. Reír. El anciano gruñó de manera extraña ante mi falta de respeto.

-Nadie ofende al conde Vhal Artyen Rakkul- dijo con una voz que me recordó a un abismo que de niño mi padre me había enseñado al norte del país.

-Lo siento –dije incorporándome con dificultad-. Le pido disculpas, Conde Vhal.

El Conde me arrastró de la chaqueta y entramos nuevamente al bar. Los dos guardias estaban en la barra, contando alegres el reciente encuentro con un anciano ridículo que había ayudado al mimado joven, o sea, yo.

-Mi amigo regresará a su mesa y yo le acompañaré –dijo el Conde con grave y tranquila voz.

Los hombres se levantaron de sus asientos dispuestos repetir la operación de sacarme del bar, ahora en compañía del anciano, pero ocurrió en ese momento algo peculiar. El Conde habló.

-Señores, he dicho mi amigo regresará a su mesa y yo le acompañaré.

La guerra santa.

La idea principal, o sea, la estrategia más definitiva, según las conversaciones del alto mando, era detener el ataque enemigo lo antes posible, porque acorde a las órdenes de los superiores aquel acto (el de vencer al adversario) era el objetivo prioritario. Eso nos daba a entender que no había plan alguno preparado para enfrentar a las fuerzas contrarias. Mi patrulla se encontraba ansiosa; todos creían que morirían tirados en el fango, como un detestable pedazo de excremento. Cálmense, estaremos bien. Pero no podía dejar de jugar con el mango de mi espada, cavando con la punta lo que creí en un instante sería mi tumba. Por los parlantes escuchamos la voz del General Dirigente diciendo que la victoria dependía de nuestro esfuerzo y nuestra voluntad por la raza, nuestra raza, soldados, que forjó un imperio y ahora es invadido por insolentes extranjeros y... Las bombas se encargaban de no permitir que oyésemos las palabras de ese carnicero, que nos enviaba, sin vergüenza, al exterminio por proteger a sus semejantes. Quién protege a su familia de la muerte, sacrificándola? No saben que sólo luchan por poseer aire y tierra, la luz del sol; creen en los reinos, pero qué son los reinos sin súbditos? La neblina que rodeaba las praderas se fue haciendo más densa. Con esfuerzo lograba ver a los componentes de mi patrulla. Todos quietos y tranquilos! Una bomba dio justo a unos metros más adelante. Alguien en la patrulla gritó horrorizado. Tuve que gritar que se echaran al suelo, cuidando de no enterrarse la espada en el abdomen por un acto demasiado precipitado. Me tiré entre el pasto y escuché que dos elementos de la patrulla gemían de dolor. ¡Idiotas! ¡Malditos idiotas! ¡Que sirva de lección al resto! Claro que pensé que no habían cometido una estupidez. Se habían suicidado, hartos de esperar la muerte, se dieron muerte ellos. Con sus propias manos. Y esa muerte fue más atractiva que la espera. El miedo, desvanecer el miedo del cuerpo con el filo de la espada. De nuevo escuchamos la voz del General Dirigente. ¡Adelante, adelante, id y luchad! Dejemos que nos maten. Patrulla, adelante! Yo me levanté de un salto y corrí alzando mi espada, gritando para no llorar de temor. Unos cientos de pasos más adelante me di cuenta que nadie me acompañaba. Me encontraba solo, en el más completo silencio, prisionero de unas densas murallas blanquecinas que se movían lentamente a mi alrededor. Giré desesperado mirando en todas las direcciones, sin atisbar ninguna reconocible. Mis ojos se encontraban igual de ciegos que mis oidos. Un inválido ante la muerte, un despojado, un inválido que jamás sabrá por donde la muerte le rebanó el cuello. Tropezó con algo. En el suelo, junto a él, yacía uno de los suyos, con un profundo corte en el rostro. La sangre rodeaba su cabeza como un oscuro almohadón. Un fuerte instinto lo impulsó a levantarse; merodeaba ya la muerte entre la niebla. Debía ser precavido. ¡Soldados! Gritó una voz. El General Dirigente ocupaba por entero sus oidos y para él fue un fastidio, uno de esos pensamientos que se vuelven recurrentes e insoportables. ¡Ataquen a discreción! ¡Debemos salvar la raza! Las bombas comenzaron a caer nuevamente. Por ambos lados sintió a sus compañeros correr jadeantes a través de la nada para luchar contra alguien que no era seguro estuviera justo delante. Pero gritaban, asustados, indecisos, ¡salvemos la raza!; aunque ninguno tenía creencias en aquel momento. Sólo miedo. Vergüenza. Asco de cargar con una espada y pensar que se nació únicamente para ser carne de cañon; un títere de puntería. Se sentó sobre el húmedo herbaje y espero que algún enemigo le hiciera frente. Las bombas explotaban por doquier. Siempre delante. Qué extraño, pensó. Pareciera que sólo nuestros cañones son capaces de disparar. Sonó el último estallido. Y fue silencio nuevamente. Apoyándose en su espada, se levantó, determinado a luchar, aunque fuera a ciegas. Con la mano izquierda alzó su espada y comenzó a correr. Un trote cuidadoso al principio. Luego fue una carrera rápida, acompañada de un grito (él gritaba a pesar de no percibir ningún sonido), y fue cortando la neblina, con agitada ira, impaciente de dar muerte a quién lo acechaba. Pronto divisó con esfuerzo a su primer enemigo. Sin pensarlo dos veces se lanzó tras él y reuniendo todas sus fuerzas lanzó un golpe con el filo de su espada directo a su cuello. Ruido de huesos y dolor. Y más silencio. Fatigado fue en busca de la cabeza. La tomó del cabello. La cara estaba salpicada de sangre. Los ojos, abiertos. Dios mío. Estoy sosteniendo la cabeza de un hombre muerto. He asesinado, libre de pecado, sólo por salvar a mi raza. Dejó caer la cabeza del General Dirigente, soltó la espada y se perdió en la niebla, densa, ciega, impenetrable.