domingo, 18 de marzo de 2007

Secreto.

Me vino la idea una noche de invierno, sentado frente a ella en la cocina. La lluvia reventaba en las ventanas y entre las gotas el viento era un aullido; la idea había emergido como una tormenta. Ella sentada frente a mí, hablando con voz cansina; sus manos como estriada tierra seca; el escaso cabello cano; el bastón en la mano izquierda. Y no pude dejar de sentirme contento. Mi abuela era una pequeña mujer la cual recuerdo exactamente igual desde que era niño. Una abuela congelada en el tiempo, cosa que no creo sea extraña para la mayoría. Esa noche estuve contento por ella.

A los nueve años ningún adulto va a creer en las verdades que tú les cuentes, aunque las anotes, en secreto, en cuadrados de papel blanco que caben en tu palma de niño. Todo lo que veías; lo que sentías al estar rodeado de gente el día que la abuela celebraba su santo; ideas, ingenuas y propias, acerca del mundo. A los nueve años eres una personita, no un hombre aún. Es decir, conciencia cero acerca de lo que ocurre ante tus ojos. Eres un niño, dicen, y lo alaban con un corto sacudir en tu pelo. A mamá le conté mi idea. Sonreía encantada de mi gran imaginación. Pero si es verdad. Mamá siempre sonreía cuando yo le contaba lo que pensaba. Cuando supo la verdad, sonrío cada vez menos. Y después murió.

La abuela ponía seria expresión cuando uno le contaba algo. Apoyada en el bastón, la mirada detrás de gruesos cristales, jugaba con la placa de dientes y escuchaba atentamente. Le conté que un grupo de jóvenes del curso superior me molestaban a la salida. Algo atraía su violencia hacia mí. No sé por qué les caía mal. O quizás eran simplemente unos malvados seres humanos. Tienes que olvidar el dolor. La abuela comenzaba sus sentencias con una frase. Si sientes dolor, entonces ellos también pueden sentirlo. Si alguien te patea, pateas de vuelta. No tienes que ser el único que sienta dolor. Mi hermano mayor creía que la abuela estaba mal de la cabeza. Loca. Como yo sabía la verdad no tenía porque desconfiar de sus consejos. Al día siguiente, después de la hora de química, salí decidido a enfrentarme a mis agresores. En la mano derecha llevaba una caja con tubos de ensayo y un matraz. Al primer insulto levanté la caja y azoté la sien derecha del agresor. Cayó de lado, sobre la tierra, manchando de sangre unas amarillentas hojas. Los otros escaparon. A mí me expulsaron del colegio. El agredido se recuperó a la semana y después de un año se graduó con honores. Pero una fea cicatriz le sigue y le grita al oido: tú también sientes dolor.

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