domingo, 18 de marzo de 2007

El crimen cercano.

Me gustaría dejar en este documento mis dos nombres y los apellidos que mis padres me otorgaron, pero el relato que en estas horas de insomnio he decidido transcribir es simplemente grotesco. No dejaría en la ruina del desprecio y del olvido el nombre de mi familia. Lo que descubrí esa noche fue nada más que una indeseable casualidad. Un suceso de aquellos que ocurren una sola vez en la vida y nos parecen un juego macabro de dioses desconocidos. El anciano se sentó delante de mí, en la mesa de un bar cualquiera, una noche de torrentosa lluvia. Ahí comenzó todo. La historia que trataré de contar con la mayor precisión posible en sus detalles es un secreto, un maligno secreto, que en todos estos años he tratado de callar. Pero es hora de librarme del misterio y que otros lo conozcan. Yo no puedo continuar solo con la carga de tanto horrendo.

Algunos hombres tristes dirán que la vida es una miseria y que el mundo es la miseria de lo vivo. En tiempos que no recuerdo yo pensaba parecido, resignándome al aburrimiento de la existencia. Pero, claro, tenía yo en esos tiempos no más de veinte años y una fortuna heredada que no podría haber derrochado aunque hubiera sido ese mi propósito. Como joven adinerado y libre mis festejos se prolongaban por días, buscando como un fantasma, un ser vacío, el amor en los burdeles y la amistad en los bares. De éstos fui expulsado más de una vez en forma violenta por mi ánimo pendenciero bajo los efectos del alcohol. Salía ya por la puerta principal de un bar empujado por dos fuertes empleados del lugar, cuando bajo la lluvia distinguí la figura de un elegante anciano que impidió mi caída al suelo luego del último empellón de los guardias. El anciano estaba empapado. Era el anciano que sembró en mi mente el terror con cada palabra de nuestra charla en la mesa de aquel bar. Me sostenía con inusitada fuerza a pesar de su avanzada edad. Los hombres que me arrojaron se refirieron al anciano como un pordiosero y regresaron al interior riendo sarcásticamente. El anciano apretó por un instante mi brazo mientras veía alejarse a los guardias y sentí un dolor semejante a cien agudas agujas. Me levantó y vi en sus ojos la ira. En mi estado de ebriedad cometí el peor de los errores que puede cometerse frente a un hombre ofendido. Reír. El anciano gruñó de manera extraña ante mi falta de respeto.

-Nadie ofende al conde Vhal Artyen Rakkul- dijo con una voz que me recordó a un abismo que de niño mi padre me había enseñado al norte del país.

-Lo siento –dije incorporándome con dificultad-. Le pido disculpas, Conde Vhal.

El Conde me arrastró de la chaqueta y entramos nuevamente al bar. Los dos guardias estaban en la barra, contando alegres el reciente encuentro con un anciano ridículo que había ayudado al mimado joven, o sea, yo.

-Mi amigo regresará a su mesa y yo le acompañaré –dijo el Conde con grave y tranquila voz.

Los hombres se levantaron de sus asientos dispuestos repetir la operación de sacarme del bar, ahora en compañía del anciano, pero ocurrió en ese momento algo peculiar. El Conde habló.

-Señores, he dicho mi amigo regresará a su mesa y yo le acompañaré.

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